miércoles, 10 de diciembre de 2008

EN GRECIA TAMBIEN SE RESISTE...























Despues del asesinato de un joven estudiante a manos de la policia, el sabado pasado, los jovenes levantan hoy la bandera de la dignidad y la libertad.

LLEGARON AL CORAZON PARA QUEDARSE

Por mes y medio la palabra indígena caminó por Colombia. En efecto desde el 12 de octubre, en el Cauca primero y luego en distintas partes del país, se llevó a cabo la “minga de resistencia comunitaria y social”. Luego de recorrer el largo trayecto desde Popayán hasta Bogotá, haciendo escala en Cali –por segunda vez, pues ya habían estado allá hace un mes en el frustrado encuentro con el presidente Uribe Vélez–, Ibagué, Fusagasuga y Soacha, el viernes 21 de noviembre cerca de 30.000 indígenas acompañados de sectores solidarios llegaron a la plaza de Bolívar. Al día siguiente algunos ministros intentaron engatusarlos con vagas promesas, ya que el presidente no se apareció a este encuentro –lo había hecho en forma diletante y autoritaria en La María unas semanas antes, sin conceder nada–. Los indígenas no cayeron en la trampa oficialista y decidieron regresar a sus tierras para atender la emergencia de la erupción del volcán-nevado del Huila, eso si dejando una delegación para encarar un eventual diálogo con Uribe Vélez, que tampoco se dio finalmente. Pero no por ello consideran terminada la minga, ella continúa. Aunque, en cuanto al logro de sus demandas, no se puede hablar de un éxito rotundo de la movilización indígena, si tuvo un notable impacto político. Por todo ello la “minga de resistencia comunitaria y social” es un hecho histórico que amerita ser analizado, como intentamos hacer en estas notas.

Si bien no era la primera vez que llegaba una marcha indígena a la capital –ya en 1980 lo habían hecho las autoridades de los resguardos del Cauca–, la cantidad de participantes y su nivel de organización impresionaron a propios y ajenos. A pesar de la estigmatización del gobierno al tacharlos de “terroristas”, de la provocación de la fuerza pública que segó la vida de un par de comuneros, de las voces descalificadoras de algunos columnistas y de los intentos de unas pocas autoridades civiles y universitarias por aislarlos, durante 45 días los indígenas mantuvieron una protesta ordenada, bajo la guía de sus autoridades y la vigilancia de la Guardia Indígena. Tal nivel de organización no se improvisa. En efecto, la lucha centenaria de los pueblos originarios de nuestro actual territorio es un acumulado que ellos ponen en juego en sus relaciones con el Estado y el resto de la sociedad. No en vano ellos dicen que el pasado está por delante en su largo caminar. Este apoyarse en las tradiciones para enfrentar los retos contemporáneos les da no solo gran cohesión sino una gran proyección política.

En efecto, el impacto de la reciente minga no se agota en el número de participantes ni en su notable organización. Resalta igualmente el creciente protagonismo indígena en las luchas sociales nacionales. Aunque representan el 3% de la población del país, durante el extendido mandato de Uribe Vélez ellos han desarrollado cerca del 5% de las protestas en el territorio colombiano, según la Base de Datos de Luchas Sociales del Cinep. A la par de sus congéneres del continente, desde los años 70 los indígenas colombianos han incrementado la participación política por vías institucionales y extrainstitucionales. Electoralmente desde los años 90 participan en los niveles municipal –conquistando alcaldías y consagrando Planes de Vida como proyectos propios de desarrollo–, regional –no olvidar la gobernación del Cauca de Floro Tunubalá entre 2001 y 2003– y nacional –por medio de agrupaciones políticas y de congresistas elegidos por circunscripción especial y fuera de ella–. Pero allí no se agota el repertorio de su acción colectiva. Desde tiempos lejanos han resistido por distintos medios a los despojos y exclusiones, y recientemente han adelantado notorias luchas como la masiva minga que llegó a Calí en septiembre de 2004, la amplia votación de las comunidades contra el TLC en marzo de 2005 y las persistentes recuperaciones de la “madre tierra” de los últimos años acompañadas de marchas, bloqueos de vías, amén de asambleas y reuniones internas, así como de intentos de negociación con agentes estatales y actores armados. Ahora incursionan también en los ámbitos internacionales para presionar sus demandas.

Sin duda ello refleja un nuevo liderazgo en la dinámica social y política del país. Pero no se trata de un liderazgo excluyente y menos de una nueva “vanguardia” de la lucha popular. Si bien la dimensión racial-étnica ha sido un elemento renovador de la acción colectiva en Colombia como en el conjunto del continente, no quiere decir que las desigualdades de clase hayan desaparecido. Por el contrario, los indígenas son concientes de que comparten muchas de las exclusiones y opresiones con el conjunto de sectores populares, agravadas por la imposición de la agenda neoliberal. Por esto hacen un llamado no solo a sumarse a sus luchas, sino a que cada actor subalterno adelante sus propias “mingas” en las que se denuncien las condiciones particulares de cada sector social. Su agenda parte de la especificidad indígena, pero se proyecta hacia el conjunto de la sociedad. Los cinco puntos de la pasada movilización son bien dicientes al respecto: rechazo a los tratados de libre comercio; oposición al terror y la guerra; derogación de la “legislación de despojo”; cumplimiento de acuerdos con el Estado; y creación de mecanismos de soberanía, paz y convivencia.

Incluso desde el ámbito cultural, la reciente minga no solo fue una reivindicación del orgullo de ser indio, sino una apelación para que la mayoría mestiza reconociera su ancestro indígena. En ese sentido muchos sectores populares urbanos e incluso estudiantiles se sintieron “indios”. Ello provocó una solidaridad ciudadana basada en la admiración por estos “guerreros milenarios” y no en la conmiseración de otros tiempos. De esta forma la movilización indígena fue también una “minga de pensamiento” para el conjunto de la sociedad.

Entonces los indígenas no se sitúan por encima del pueblo colombiano ni están al margen de sus demandas; son parte de él, aunque mantienen su especificidad. Luchan por las libertades individuales y sobre todo colectivas, mientras defienden la soberanía nacional. Propugnan por la igualdad socioeconómica junto con otros sectores subalternos, así se les tache injustamente de poseer muchas tierras, pues en realidad la mayoría de ellas se ubica en áreas de bosque y selva no cultivables. También practican la solidaridad adentro y afuera de su movimiento. Pero esas luchas por libertad, igualdad y solidaridad las articulan con la defensa de su diferencia étnica y cultural. Así enarbolan la autonomía en sus relaciones con los otros. El llamado a la unidad en la diversidad es una apelación incluyente, pero con respeto a las diferencias. En pocas palabras, con sus discursos y prácticas los indígenas están trazando el derrotero para una izquierda sociopolítica renovada. He ahí la profunda lección de la pasada minga indígena, de la que todos debemos aprender.

Pero además la minga no terminó con el regreso a sus tierras originarias. Ella continúa, pues en la centenaria resistencia indígena éste es un episodio más. De modo que tendremos su aleccionadora presencia en escenarios públicos nacionales e internacionales para mucho rato. Más aún, es previsible que el protagonismo alcanzado hasta ahora por los indígenas, lejos de disminuir, continúe acrecentándose con lo que no será posible tacharlos de ser una minoría marginal en la vida nacional. Ellos llegaron al corazón del país para quedarse

Mauricio Archila Neira

LA MASACRE DE LAS BANANERAS Y LA DESIGUALDAD DE LAS VICTIMAS


La inadmisible asimetría moral de la sociedad colombiana

En Colombia todas las víctimas son iguales, pero algunas son más iguales que las otras. Con esta proposición, inspirada en una frase semejante de Georges Owell en su novela Rebelión en la granja, resalto la enorme asimetría moral de la sociedad colombiana frente a sus víctimas.

La opinión pública condena masivamente ciertos actos atroces inaceptables, como los secuestros de la guerrilla, pero se muestra más silenciosa e indolente frente a las víctimas de otros horrores también intolerables, como los falsos positivos de la Fuerza Pública o las matanzas y desapariciones de los paramilitares.

La conmemoración el pasado 6 de diciembre de los 80 años de la masacre de las bananeras muestra, además, que esa inadmisible asimetría moral de la sociedad colombiana es infortunadamente de vieja data.

Como se sabe, en 1928 los trabajadores de la United Fruit Company entraron en huelga para lograr un alza de salarios y para que esa compañía aplicara las leyes colombianas. El gobierno de Abadía Méndez dio un tratamiento de orden público a ese conflicto y en diciembre de 1928 militarizó la zona bananera de Santa Marta. El 6 de diciembre las tropas al mando del general Cortés Vargas, comandante de la zona, dispararon contra los trabajadores concentrados en Ciénaga, ocasionando la masacre.

Mucho se ha discutido acerca del número de muertos, pero si le creemos al entonces embajador norteamericano Jefferson Caffery, fueron centenares. Este diplomático, en un informe al Departamento de Estado, consideró que las víctimas fatales eran más de mil.

Esta terrible y escandalosa matanza no generó, sin embargo, ninguna responsabilidad penal ni política. El entonces ministro de Guerra, Ignacio Rengifo, quien defendió el tratamiento militar de la huelga, no sólo se mantuvo en el cargo, sino que fue considerado el hombre providencial del régimen. Por su parte, el general Cortés Vargas fue ascendido y nombrado comandante de la Policía en Bogotá.

Seis meses después, en junio de 1929, con ocasión de una protesta callejera estudiantil en Bogotá, fue asesinado por la Policía Gonzalo Bravo Pérez. Era un estudiante de la élite bogotana, quien era además hijo de un amigo personal del presidente Abadía. Al día siguiente, en el Gun Club se reunieron representantes de la élite política y decidieron hablar con el presidente Abadía. Como resultado de esta reunión cayeron entonces el ministro Rengifo y el general Cortés Vargas.

Este hecho muestra la asimetría moral de la sociedad y el Estado colombianos frente a sus víctimas. Mientras que la masacre de centenares de trabajadores bananeros humildes no conmovió al gobierno de la época, la muerte de un estudiante de la élite hizo caer el gabinete.

Es obvio que la muerte por abuso policial de un estudiante es siempre grave y, en una democracia, debe ocasionar las correspondientes responsabilidades penales y políticas. Las renuncias aceptadas del ministro Rengifo y del general Cortés Vargas por la muerte del estudiante Bravo fueron entonces justificadas. Pero lo que salta a la vista es el contraste de esta actuación con la reacción gubernamental frente a un hecho más grave ocurrido poco antes: la masacre de las bananeras.

¿Estamos superando o perpetuando esa inaceptable asimetría moral? Un buen indicador será el último debate en el Congreso del estatuto de víctimas, pues el texto aprobado por la Comisión I discrimina a las víctimas de agentes de Estado, pues les impone injustificadamente mayores requisitos para acceder a las reparaciones. Si la Plenaria de la Cámara elimina esas discriminaciones habremos dado un paso en la dirección correcta.
por Rodrigo Uprimny

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